Ser fotoperiodista
me ha permitido ser testigo de historias que reflejan la belleza de la
condición humana. Por delante de nuestros lentes pasan las grandes
personalidades, los héroes, los campeones,
los lideres, esos que todos conocen y que con solo ver su imagen se reconoce
su hazaña u obra. Pero también recogemos la vida de las masas, de los millones
de seres que hacen el día a día. De esas historias que son muchas veces
ignoradas.
Los aplausos van al ganador y los flachazos …también! Pero detrás, están los
perdedores, que aunque dieron todo de si, no pudieron sobrepasar al campeón. Te
traigo una historia que viví y nunca olvidaré.
En marzo de este
año, estuve en la cobertura de la Copa Cuba de Atletismo, realizada en el Estadio
Panamericano, en La Habana. Una de las finales fue la de los 1 500 metros masculino,
cuyo ganador fue el joven Jorge Liranzo. Este chico impuso un ritmo fuerte a la
carrera y arrastró a los demás a una final agónica.
En el grupo de corredores, había un muchacho pequeño, se le notaba el supremo
esfuerzo que tenia que hacer. Pero se sobrepasó así mismo y logró entrar a la
meta en cuarto lugar. En ese momento, comenzó todo.
Los foto reporteros
revisamos en las cámaras las fotos de la llegada a la meta, los redactores
indagaban por los nombres de los primeros lugares y los tiempos de la carrera,
los árbitros que todo marchara bien, los corredores continuaban caminando para
recuperar el ritmo y entonces unas risas y el “oleeee” de un grupo de
chiquillos de las gradas nos hizo percatarnos de lo que ocurría.
Aquel muchacho que corrió con la vida, parecía que caería en
cualquier momento, respiraba entrecortado, tambaleaba, hacia gestos raros. Los
médicos no llegaban, dos jueces le exhortaban que siguiera caminando, que no
parara, que eso es muy peligroso para el organismo y las burlas de las gradas
crecían.
Fue entonces que ocurrió lo digno de esta historia. Se le acercaron dos de los que habían corrido con él y al verle en tan mal estado, le pidieron que no se detuviera, que siguiera…pero ya el chico no escuchaba, solo atinaba a estirar sus manos buscando el suelo para caer. Fue entonces cuando sus rivales de unos momentos atrás, se convirtieron en ángeles para él. Lo tomaron por la cintura, cruzaron las manos del caído por sus cuellos, y lo ayudaron a andar. Un aplauso enorme, nacido de las gradas, inundó el estadio.